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Nuestros Cuentos

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Hemos pasado de balcones a tortugas, de canarios embrujados a tías que necesitan sanar heridas. Han sido varios meses de relatos cortos sobre mujeres empoderadas y otras manipuladas, de hombres ciegos, otros fisgones o victimarios. Saltamos de personajes reconocidos a otros no tanto y ahora es nuestro momento de leernos, de darle la oportunidad a otras personas de escuchar lo que a veces guardamos en secreto por miedo o pena. Aquí algunos textos de nuevos autores e integrantes de los Cuarenticuentos. 

 

Visita del Yo superior

Dic. 2020

Juan Bonilla

 

¿Cómo estás?, por aquí te siento un poco entumecido, pero nada mal, algo tieso, eso sí. Preguntabas el otro día sobre tu material metafórico, a lo mejor tu material es otro, algo así como barro endurecido. ¡Ah! Pero cuando el calor, ahí todo cambia. Como cuando estabas en Treviso y era verano, una italiana tomando el sol sin top, con los senos y su vida propia, porque tienen vida propia, no te creas que no, te miraban, sienten que les miras, ella también te miraba, ¿te acuerdas?. Ahí eras menos de barro, ¿qué eras entonces? No había la pregunta, tal vez eras algo así como el algodón de azúcar, ¿me entiendes?, te desleías al contacto con la boca, el aire te pasaba por en medio de los filamentos, y si te tomaban en unas manos suaves eras maleable. Todavía te queda algo de algodón de azúcar… 

 

Ahí te siento, algo duro, algo que no se mueve fácilmente. Pero no importa, tú sigue así, intentando. Como cuando te acostabas en el césped del colegio a ver las nubes y no importaba si la campana había sonado o si estabas solo, porque allá en ese mundo de agua evaporada había elefantes esponjosos y tortugas voladoras, incluso la hierba era suave y verde oscuro y no picaba tanto ¿te acuerdas? Ahora estás mejor, ya te mueves mejor... Adentro tuyo huele bien, lo que pasa es que a veces te olvidas de que tienes las fragancias de las cosas que no tienen nombre y piensas y piensas en lo que eres; en cambio, cuando eras niño, no necesitabas saber que la lluvia caída en el suelo caliente se llamaba petricor, o que las luciérnagas son insectos y no hadas, o que un beso de tu madre no te cura las rodillas raspadas. Eso, sí, acuerdate. No todo necesita un nombre, ni necesita de glosa o acotación; a veces, es más, casi siempre, las cosas te ofrecen un mundo por debajo de las palabras, algo así dijo el Julio: como cuando escuchabas la frase “luna de miel” y de inmediato las posibilidades de una caverna llena de abejas gigantes, en ese pedazo de queso redondo que ves en el cielo, era una posibilidad perfectamente posible; pensabas en los gnomos de la luna sintiéndose generosos y recibiendo a los recién casados; esa era la realidad, y la gente se casaba para eso, no para llenar la tierra de más bípedo implumes, la gente se casaba para ir al banquete de queso y miel de los gnomos y las abejas. Cosas así. Ya te veo algo más almidonado. Y en cuanto a esta última palabra, ¿te acuerdas que tu papá hablaba de almidonar las camisas? O que decía que el pan de yuca tiene almidón y por eso se infla, era obvio que pienses que las camisas tenían alguna de las características del pan de yuca y que las mordieras en secreto esperando que sepan bien. No, ya no estás tan tieso, eso es lo que pasa Juan, las letras te salvan. Y no te olvides de los locos, los que escribieron antes de ti. Escribes desde que tienes memoria, solo que no usabas tanta tinta, las historias eran cuestión de sentarse en la parada del bus e imaginarse al tendero de la calle de enfrente conjurando hechizos sobre las zanahorias y las papas, o que el conductor del autobús era en realidad un hipopótamo civilizado que no le tocaba otra que llevarnos a todos a esa especie de selva que llamábamos escuela. En fin, escribes porque ese mundo sabe mejor, y porque desde allí tienes la posibilidad de regresar al otro plano todavía con las sonrisas del otro mundo. Escribes, para que los que te lean, mientras permanezcan en las letras puedan recuperar algo que se les ha perdido: un pedazo de algodón de azúcar, un elefante de nube, un beso en la rodilla raspada, el olor de la lluvia recién caída, las verdaderas memorias de la luna de miel. 

 

 

 

Mi Desvelo 

Sebastián Ramírez

Una infinidad de atracos ocurría en mi cuadra. Todas las noches había un muerto o un apuñalado. Después de que mi papá se sentaba a los pies de la cama, rezaba conmigo, apagaba la luz y cerraba la puerta, yo oía cómo robaban a la gente. Me cogía el sueño con los gritos del atracado, con los pasos afanados del atracador.

Una noche no robaron a nadie, entonces no pude dormir.

El muerto

Sebastián Ramírez 

A Stefanía no le gustaban las películas de terror porque no se asustaba. Fue la única de sus cuatro hermanas que nunca le tuvo miedo a la oscuridad. Podía dormir con la puerta del clóset abierta y le daba igual. Lo mismo con las cortinas de la ventana de su cuarto, que daba a la calle desierta.

Carol, una de sus hermanas, una vez le preguntó si no le molestaba dejar la ventana destapada, si no tenía, como ella, la sensación de que alguien la miraba. Stefanía le respondió que no, que no le importaba que las cortinas estuvieran cerradas o abiertas y que nunca sentía que alguien la estuviera viendo desde afuera.

Una noche, después de que tuvieron esa conversación, Stefanía percibió una tensión sobre su cuero cabelludo antes de dormirse. A su izquierda la cortina estaba abierta. La luz achantada de un poste viejo apenas formaba sombras en su cuarto. Se paró y caminó hasta la ventana y miró de frente la oscuridad. No había nadie, la tensión había desaparecido.

Volvió a acostarse. Esta vez le dio la espalda a la ventana. Cerró los ojos y volvió a sentir lo de antes, una presión leve en su cabeza. Se volteó rápido y vio hacia la ventana. La sensación desapareció otra vez.

Afuera, con los hombros encogidos y la frente pegada al muro del cuarto de Stefanía, un muerto enamoradizo resollaba.

Retrato.

Laura Cruz  

 

 Entre cortinas rojas te veo,

resplandeciente entre tanta violencia

eres como una abeja que da vida

y un suspiro que disuelve la supresión.

 

Entre cortinas rojas te siento

tu aliento de esperanza sabe a coco

el cristal de tu energía refleja

la nostalgia de lo que podríamos ser.

 

Entre cortinas rojas te imagino

desnudando tu pasión

 por ser parte de un cielo 

que te sabe impresionar

un arcoiris del que no conoces 

más que sus siete colores flotantes 

que atraviesan tus labios al cantar

 

 

(Sin titulo)

Diana Paola Toledo 

¿Acaso ese soy yo?

Del árbol a la marcha; de la vida a otra menos real, bajo el brazo de este elegante desconocido que con diez pesos me reclama como suyo.
 

Siento la brisa que pasa por mis hojas… hojas con noticias tristes y color a masacre;

Quizá uno que otro chisme que a este ilustre no le importa.

Me lee en voz alta, mientras descansa en el banquillo: “Estamos perdidos y pronto moriremos”- el hombre ríe y se contesta a sí mismo-

 ¿A Quién le importa?

 

Desordenado y con la portada extraviada, botado y desechado a mi merced, esclavo de aquellos diez pesos que me vuelven propiedad de un mundo que olvidó leer… ¿Qué veo ahí?

 

Un joven con buena pinta, con ojos cansados y olor a mezquindad que me llega hasta la última página del crucigrama.
 

Me levanta entre sus manos sudorosas siendo selectivo con lo que quiere de mí.

Dadome un nuevo inicio frente a sus pobres ojos de lector.

Sección de deportes y el alivio le devuelve el aliento: exclama- ¡Esa es mi patria querida una triunfadora!-Seguido del conteo de monedas para almorzar y un tirón que me deja en el suelo con cada hoja en dirección distinta.

 

Una mujer se acerca,

Grita a diestra y siniestra -Acelgas, lleve sus acelgas-

 

Me levanta. Entre dientes y mal aliento susurra -¿Quién te abandono, pobre? ¿Quién ya no te lee con el propósito al que viniste?-

Termina y me envuelve con aquella acelga, vendiendome en un peso al mejor postor.

 

¿Acaso esto es para lo que sirven los diarios?

Poema 1:

Laura Gómez 

Veintitrés caballos atados, 

a una cerca. 

cadenas enmudecen sus relinchos. 

frente a ellos: Tempestades. 

Frente a ellos: Tormentas.

Cadenas cuelgan de sus cuellos.

Plano secuencia 

Laura Gómez 

La decadencia la cargo en los pies y lo miro

Tengo varios animales muertos,

colillas untadas de labial,

charcos de agua estancada

trozos de lo que en algún momento debió ser comida;

rastros de sangre que van de la doce a la trece, 

escupitajos.

Se arrastras las voces tras de mí

tras el sendero que he trazado para reconocerle.

Reconocer que es, a pesar de las máscaras de miseria

con las que se oculta a diario.

Levanto la mirada y tropiezo al instante con otra;

levantar la mirada cuesta el alma.

Poema al Chorizo

Sergio Bravo

Desde la esquina del barrio huele a un chorizo que se quema. <<Qué desperdicio>>, susurra doña Cleotilde como para sus adentros. Y es que el chorizo, dice ella, es la forma perfecta de la carne. No es todo redondo ni cilíndrico como el salchichón. Ni plano y amorfo como un corte de carne cualquiera. Ni tan delgadito, delgadito, como la mortadela. Es más como un pedazo de luna, su cuarto menguante. Comer chorizo es comer una estrella, piensa, una estrella bien jugosita que se deshace trozo a trozo y aromatiza la boca. 

 

Doña Cleotilde es una experta en esto de cocinar chorizos. Me explica que el color de un chorizo bien hecho es igual al de un perfecto bronceado, eso sí, sin las preocupaciones de mantener la figura. Manjar lunar, junto a su compañera la arepa, completan el paisaje celeste. 

Cleotilde babea al pensar en un chorizo. Entre sus cráteres de aceite, mana vital, elixir, savia fabulosa. El fuego consiente su contorno dándole forma a nueva vida. Honramos la vaca y el cerdo del que estás hecho. Carne de tu cuerpo. Honramos las manos del artesano que te talló. 

Entre los dientes transformas con exquisita ternura la lunade la cual naciste.  Tarea difícil es olvidarte, más cuando en mi boca tu olor perdura. La servilleta que casi desaparece con tu tacto de tu piel se ha marcado. Hoy mis manos te extrañan. Maldigo el agua que perderá tu rastro. Pero la vida sigue, y de chorizo no vive el hombre.

Ajiaco

NataRon

-Vamos por espinaca 

-¿Espinaca? 

-Si, para decorar 

-Pero el ajiaco no se hace con espinaca sino con guascas 

-Da lo mismo, son verdes 

-No da lo mismo, si no tiene guascas será un caldo de papa cualquiera  

-Ah bueno, ¡experta en ajiaco! 

-No se necesita ser un experto para saberlo. No son sólo decorativas, también dan sabor 

-No saben a nada, son tal cual las espinacas

-Las espinacas también tienen sabor y dañarían el plato 

 

Entrecerré los ojos, apreté los labios  y con el ceño arrugado pensaba ¿Cómo es que me lo aguanto? Realmente lo odiaba por ser tan testarudo, machista y falocéntrico. 

 

Que si una chica lo miraba 

- ¿Viste esa perra cómo me miró? ¡Con ganas de comerme!

Que si otra chica enderezaba la espalda 

-¿Viste? Esa mujer quiere mostrarme las tetas 

Y si mis amigas tienen diferentes parejas 

-¡Uff! Es que hay mujeres que no pueden vivir si no la tienen dentro 

Si no respondo rápido

-¿Las cogió? ¿O le explico con plastilina?

 

Este idiota me cree pendeja. 

 

¡Oh sí, claro, todo el mundo quiere contigo capullo! Te has creído el cuento de que mi apartamento es tuyo, al punto que me has dicho: “tu casa es como el Edén” mientras te acuestas en mi pecho desnudo y me acaricias las nalgas. Y si, mi apartamento es el Edén, pero vos no sos ningún Adán. Te tengo es para que me cocines y me hagas algo de oficio, porque ¡ajá! me da mucha pereza y vos no trabajás.

Ni siquiera sos buen polvo, aunque te he hecho creer que me vengo tres o cuatro veces. Todo por tu deliciosa sazón ¿Será que tiene “quereme”? ¡Jum! ni pa´ eso ¿Quién se atreve a colocarle espinacas?

 

Seguís hablando de las papas y de la mazorca, qué tema tan jarto, comprálas y ya.

Yo sólo quiero salir de ese puto “fruver”. 

-Deja esa cara, mira como te ves de amarga, pareces un limón viejo. 

 

¿Cuál de los dos será más pendejo?

Yo, que me aguanto sus comentarios machistas y egocéntricos o él que cree que colecciono orgasmos en un envase de vidrio cuando en realidad no he tenido ni el primero. Se cree mi falso discurso de: “no soy buenas para las cosas del hogar”  o tal vez ambos somos tontos al discutir sobre guascas y espinacas. 

 

 

 

 

NataRon

Las aglaonemas

son plantas con colores intensos 

A veces brillantes

        Limón pajarito

        Luna bermeja 

A veces opacas 

       Sendero destapado 

       Ramas de árbol junglar 

 

Somos espejo 

Sonrío 

       Levanta sus hojas 

Aburrida 

      Cabizbaja se amarillenta

Pudre su tallo 

      Café baboso 

 

Dicen que las plantas no hablan 

Podría desmentirlo con mi aglaonema

Ella me grita que no me entierre

que está conmigo

que necesita agua

 

Espero no envidie mi condición movil

como yo envidio su condición de estar plantada. 

 

¡DÉJAME HACERTE FELIZ!

- Daniel Gómez (@solosiverio)

   Era un pueblo curioso, todas las casas tenían colores demasiado alegres sin la intención de combinar. Había unas flores inmensas, de colores, igual que las casas, parecían venir del parque central. Todos me miraban; saludaban, sonreían. Aunque lo que más llamaba la atención, era que los ancianos y algunos jóvenes iban con sus letreros: “Voy a morir, ¡déjame hacerte feliz!”, escritos con marcador negro, cada letra parecía haber sido escrita con todo el cuidado del mundo. Un señor de la multitud, ojeroso, bigote gracioso, se emocionó al verme y se acercó.

   - ¡Hola!, tengo 45 años, le fui infiel a mi esposa, maté, robé algunas mon…- hablaba con gran afán, y tenía el mismo letrero que los demás. - Una vez rompí…

    - ¡Detente! ¿Cuál es tu problema?

    - Oh, perdón señor… creí…ya se había enterado.

   Carlos, el bigotudo bajito, con paciencia empezó a explicarme. Al parecer todas las personas de este pueblo están malditas, cuando se acerca la fecha de su muerte, deben de remediar sus pecados de cualquier manera, a cualquier precio. Tienen que confesarse (supongo que a la velocidad luz) y, después deben de estar dispuestos a ofrecerte sus últimos días, con tal de hacerte feliz.

    - ¿Así que… esas flores tan grandes son las almas de las personas que pudieron compensar sus pecados?

   - Sí, así es señor. Decía Carlos, levantando pecho de orgullo, y metiendo panza. Me mostró el alma colorida de su esposa, le brillaban sus ojos al hablar de ella.

     Las flores que tocaban el cielo podían tener una eternidad en paz, en familia, tranquilos, alegres. Las demás, que no pasaban de mi cintura, habían tomado demasiadas malas decisiones, y la muerte no los dejaba ponerse al día.

Carlos sabía que lo lograría. Yo, estaba seguro que yo no podría.

Pagadiario

David Calderón 

Dichosos lo poetas pobres,

de ellos será el reino de los suelos…

“Don palabras”; La maldita vecindad.

Carga a cuestas el porvenir

recogiendo pasos, cartones, sueños…

Da igual Sucios, mojados o rotos…

Da igual

Cada cosa tiene precio pero nada pesa como el hambre.

 

Vivir al día es simple:

encontrar sobras o morder el polvo

evitar golpizas y recibir desprecio.

 

Quédate en casa -dicen-,

el albergue grita ¡FUERA!

Escupe almas

con la mirada perdida

sin más futuro que lo incierto

condenadas a un refugio de cemento.

Una fila, un mercado en tula, buscar en la basura

un trozo de pan… No hay cuarentena si no tienes techo

explícale a la bilis lo del “aislamiento social”.

Canicas

David Calderón

Tropiezo con gotas de cielo

destellos redondos,

un juego

una suerte de azar

 

son ojos de gato

que estallan

con sólo chocar

 

el andar transeúnte

recoge los pasos

en cuadritos de arena o cristal

Flores Color Naranja

Mónica Moreno

    Era la mañana del 7 de Septiembre y Don Miguel estaba despierto desde las seis, prendió la radio. Sonaban “Los cisnes” de Garzón y Collazos. Él tarareaba la letra de la canción mientras picaba un poco de cebolla y cilantro y lo adicionaba a la leche con huevo que estaba hirviendo en la estufa; la leche, que empezaba a rebozarse de la olla le indicó que ya estaba listo para servirse; terminó de desayunar y en la radio anunciaban las 8 de la mañana e informaban algunas noticias del día, él pensaba en que a sus 85 años las cosas no habían cambiado, continuaban las noticias de violencia, conflicto armado en el campo, intolerancia y corrupción. Pero se convenció a sí mismo que eso no afectaría su día, después de todo había estado esperando esa oportunidad hacía mucho tiempo. 

    Se levantó de la silla y caminó hacia el baño, se miró por unos segundos en el espejo y abrió el grifo del lavamanos, se humedeció las manos, tomó el jabón para aplicar un poco en su cara y empezó a deslizar la cuchilla suavemente por su rostro cuidando que no quedara ningún vello; cuando finalizó, se quitó la ropa, abrió la ducha y palpo con sus dedos el chorro de agua que caía: estaba helada, respiró y se sumergió bajo el chorro, tiritando de frío; pasó el jabón por su cuerpo y se juagó; al salir se dio cuenta que había olvidado alistar la ropa, estaba indeciso sobre qué vestido usar: - “El negro me hace ver más elegante”- se dijo – “pero el verde, el verde era el favorito de Margarita”.  

    Al final decidió que se pondría el traje verde, hacía tiempo que no lo usaba, entonces tuvo que sacarlo y desempolvarlo. Cuando se lo puso descubrió que había un papel en un bolsillo; tenía algo escrito, era la letra de Margarita, única entre miles de otras – “Llévame flores, de preferencia color naranja”. Terminó de alistarse y decidió ir por ellas; caminó unas cuadras, cruzó algunas calles y por fin llegó; era un lugar un poco ruidoso, había locales uno al lado del otro, los olores también se mezclaban: mora, pescado, café, cebolla; la señora ofreciendo tres libras de guayaba por dos mil pesos y el vecino que daba la degustación de aguacate… garantizado y mantenquilludo.  

    Don Miguel siguió caminando por los locales, hasta que llegó al correcto. - “Deme un ramo de aquellas flores naranjas” dijo. A lo que la vendedora contestó - “¿Aquellas?”, mostrando un ramito de aromáticas de caléndula. -“Sí, están perfectas”. La vendedora las envolvió en una hoja de papel periódico y se las entregó a Don Miguel. Él se quedó observándolas mientras desenrollaba el papel periódico que las cubría; de repente, sacó una bandita con un moñito de su bolsillo y se lo puso al ramillete de aromáticas. Volvió a mirarlo y sonrió. Recordaba el rostro de sorpresa y alegría de Margarita al recibirlas. Ella siempre reía y decía: - “¡Ay Miguel, que ocurrente, flores color naranja, están bellísimas!”

Miró su reloj, ya casi era la una de la tarde, se sorprendió un poco y empezó a caminar más rápido, cruzó la calle y tomó un bus rumbo al norte de la ciudad, debía llegar allí a eso de las tres de la tarde; el camino se hizo rápido, cuando se bajó del bus y empezó a caminar entre las cuadras, mirando direcciones sintió ansiedad y nerviosismo, no sabía que podía pasar; había trascurrido tanto tiempo desde la última vez, que temía que algo pudiera salir mal y no tuviera el coraje de seguir intentándolo. 

    Sin embargo, se armó de valor y seguridad y continuó buscando la dirección, caminó unas cuadras más y allí estaba el edificio que buscaba, - “Fundación un recuerdo para vivir” leyó. Al entrar se encontró con una joven recepcionista, quien lo atendió y le dio algunas indicaciones. Empezó a caminar entre habitaciones, hasta que llegó a una puerta de vidrio que iba a dar a un jardín, se quedó unos instantes mirando hacia afuera y fijo la mirada en una mujer que estaba sentada de espaldas, tenía una blusa de flores y su cabello canoso estaba peinado con una trenza larga que llegaba hasta la mitad de su espalda, la mujer miraba hacia el horizonte y se encontraba inmóvil recibiendo la luz del sol. 

Don Miguel sintió un vacío en el estómago, no la veía hacia un año desde que el Alzheimer se la había arrebatado y tuvo que ser recluida en la fundación porque ya no recordaba más que su infancia, tenía miedo de volver a encontrarse con su mirada distante y su actitud cortante al no reconocerlo; pero decidió abrir la puerta y enfrentarlo, caminó unos pasos y pronunció su nombre: ¡Margarita! … Ella se volteó, lo miró unos instantes, después miró hacia el suelo y caminó hacia el: - “¡Flores color naranja! Son mis favoritas”, replicó mientras sonreía, tal y como la recordaba Don Miguel.

 

 

El Labertinto

Jasser Peñaranda

 

     Enrique Gómez no era un tipo sobresaliente. Nació en uno de esos tantos pueblos caribeños a los que difícilmente llega el agua potable y era hijo de una mujer templada, que en una noche de fiesta encontró al que iba a ser el amor de su vida. Un Cordobés de primera, hijo de ganaderos que le prometió el cielo y la tierra y sus cultivos pero que en cuanto despuntó el sol, se marchó para no volver.

     Ella crío sola al niño, a veces con la ayuda de una de sus hermanas, que le traía mercancía desde Barranquilla para que la vendiese y se ganase el sustento. Así alimentó al jovencito, con una mezcla de amor revuelto con resentimiento y chucharada a cucharada lo hizo crecer.

     Cuando Enrique cumplió los 12 años solía jugar fútbol, y soñaba ser profesional pero nunca despuntó más que aquel día en que logró dar un pase que acabó en gol y ese gol hizo ganar el partido. Tampoco en el colegio destacó mucho, al contrario, sufría en las clases de matemáticas y de español. Una vez, un profesor de esos que venía de la capital lo hizo leer un cuento llamado "La Casa de Asterión" que era sobre un laberinto y al finalizar le preguntó si entendía lo que era uno, él respondió que no y toda la clase se le rió, incluso él que a la vez juró que eso no quedaria así. Ya cuando acabó el colegio se fue, muy a pesar del llanto de la madre, a prestar el servicio militar. Lo cierto es que aunque pareciera, no fue una opción muy libre, había poco que hacer. O trabajar en la tierra de otro o marcharse a otras tierras.

     Fueron unos meses en que comió mucha mierda. Los oficiales del ejército no son distintos a los otros colombianos con autoridad, son como el dueño de la tierra con los jornaleros, se creen estar en mejor posición y no se dan cuenta que siguen todos en el mismo chiquero. Pasó meses cuidándose literalmente el culo, para que no lo violasen mientras dormía. Pero el uniforme le daba unas ventajas, tras jurar bandera volvió al pueblo por unos días, y fue en este plazo de tiempo que conjuró su venganza. Enamoró a la hija de aquel profesor que le había humillado, se le pavoneo por el frente y se le río, diciéndole con la mirada: ¿Te gusta ahora como leo? La dejó preñada.

     Se sintió un héroe de si mismo. Los viejos compañeros del colegio lo adulaban, era un macho del que nadie se burlaba. Volvió a las líneas y lo mandaron a patrullar a los Montes de María.

     Ni Dios sabe lo que ocurrió allá.

    El muchacho volvió tan mal que le dieron la baja y el día que la mamá lo fue a recoger, se le echó llorando en brazos. Pasaron unos meses antes de que le volviera el buen ánimo, lo que había visto le había hecho sentir la misma humillación que en aquella clase con el profesor. Eso no se iba a quedar así. Supo que Luis, otro muchacho del pueblo se había unido a “Las Garrapatas" un grupo ilegal que se dedicaba al comercio de ganado robado y que se autoproclamaban unos Robin Hood, robándole a los ricos para quedarselos ellos, los pobres. Y pidió que le dejaran entrar. Antes de irse definitivamente del pueblo le dejó una carta a la mamá y le encargó que le cuidara al niño.

   Pasó unos meses entre monte y llano, robándole ganado a gente que tenía miles de cabezas. Iba a algún pueblo y vendían la carne a precio de nada, pero un negocio así siempre deja ganancias. Y de golpe en golpe hasta que tuvo suficiente. Le mandó la mitad a la mamá. Y el resto lo uso para comprar explosivos.

   Los montó todos en una camioneta que se robó y fue hasta la base militar en que lo habían entrenado, recordó a la madre, al niño que poco había visto, intentó recordar la infancia y las cucharadas que lo habían alimentado pero una mancha roja siempre se le venía a la mente. Desde Los Montes de María siempre escuchaba el mismo grito de lo que pasó ese día.

    Y se vengó. Estalló algunos muros de la base y mató a unos cuantos, que nada tenían que ver.

   En la carta que le había mandado a la madre, decía:

  “Perdonara usted, mamita, que yo la ponga en estas pero esto no se puede quedar así. Allá los mataron a todos, les cortaron las cabezas y se bañaron en su sangre. ¿Y pa qué? Pa nada. Nos hicieron ir, a nosotros, que debíamos proteger a la gente ¿Y pa qué? Pa nada. Yo no puedo dejar las cosas así, porque el día de mañana llegan al pueblo y me le hacen eso a usted y se quedan como si nada, como pasó allá.

    Yo ya no puedo dormir. No los salvé a ellos, no me puedo salvar yo. Dígale al profe, ma, que que pena con él. Que ya entiendo lo que es un laberinto, yo no puedo salir de aquí. Adiós".  

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