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Howard Phillips Lovecraft

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El 20 de agosto de 1890 nació en Providence, Estados Unidos, H. P. Lovecraft, un escritor controvertido y extravagante cuyas obras cambiarían para siempre el género de terror y la ciencia ficción. 

Josep Gavaldà

Ratas en las Paredes 

Título Original: The Rats in the Walls, fue publicado por vez primera en Weird Tales, en marzo de 1924

        El 16 de julio de 1923, una vez que el último de los obreros terminó su tarea, me mudé a Exham Priory. La restauración supuso una gran obra, pues muy poco quedaba de aquel lugar abandonado, a excepción de una carcasa de ruinas; pero, dado que había sido el hogar de mis  antepasados, no reparé en los gastos. El sitio había estado deshabitada desde épocas de Jacobo I1, cuando una tragedia de naturaleza tremendamente horrible, aunque bastante inexplicada, recayó sobre el amo, cinco de sus hijos y varios de sus criados; arrojados sobre su tercer hijo, mi antepasado directo y único superviviente de mi aborrecida familia, na nube de sospechas y terror.

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Por estar este solitario heredero bajo la acusación de asesinato, las posesiones volvieron a manos de la corona, pues él nada hizo para explicarse o recobrar su propiedad: había sido alcanzado por algún horror mayor que la conciencia o la ley, y sólo mostraba el frenético deseo de apartar de sus ojos y su memoria el antiguo edificio. Walther De la Poer, undécimo barón de Exham, huyó a Virginia y allí fundó la familia que en el siglo siguiente comenzaría a ser conocida como Delapore 

          Exham Priory permaneció deshabitada, aunque posteriormente se convirtió en propiedad de la familia Norrys y fue muy estudiada a causa de su peculiar composición arquitectónica que incluía torres góticas sobre basamentos sajones o románicos, y cuyos cimientos tenían un origen u orígenes aún más antiguos... romanos o quizá druídicos,2 o címbricos,3 si no mentían las leyendas. Sus cimientos eran en verdad singulares: entroncaban con la sólida caliza del precipicio sobre cuyo borde, desde el priorato, se miraba un desolado valle que estaba a unos cuatro kilómetros al oeste del pueblo de Anchester. Arquitectos y anticuarios gustaban de examinar esta extraña reliquia de siglos olvidados; sin embargo, los lugareños la odiaban. La había odiado durante cientos de años, mientras mis antepasados vivían allí. y la odiaban aún ahora, con el musgo y el moho del abandono aposentados sobre ella. Aún no había pasado un día e Anchester y ya me había enterado de que descendía de una casta maldita. Esta semana los obreros han hecho volar Exham Priory, y se afanan eliminando cualquier vestigio de sus cimientos. 

          A grandes rasgos siempre supe de la historia de mis ancestros, así como del hecho de que mi primer antepasado llegó a las colonias marcado por una extraña sombra. No obstante, siempre ignoré los detalles por culpa de esa política de reserva que mantuvieron los Delapore. Al contrario que los plantadores vecinos, nosotros apenas alardeábamos de antepasados cruzados o de héroes medievales o renacentistas; no tenemos ningún tipo de tradición heredada más allá de la que pudiera existir en el sobre sellado que hasta la Guerra Civil, cada patriarca legaba a su primogénito con el encargo de abrirlo tras su muerte. Las glorias de que nos jactábamos fueron conseguidas luego de la emigración; las glorias de un linaje de Virginia, altanero y orgulloso, si bien bastante reservado e insociable. 

          Nuestra fortuna desapareció con la guerra, y nuestra existencia cambió con el incendio de Carfax, nuestra casa en las riberas del río James. Mi abuelo, ya entrado en años, pereció en ese fuego devastador, y con él se perdió el sobre que nos unía a nuestro pasado. Puedo recordar ese fuego tal como lo vi a los siete años, con los soldados federales gritando, las mujeres chillando y los negros aullando y rezando. Mi padre estaba con los solados defendiendo Richmond4 y tras muchas formalidades, mi madre y yo logramos cruzar las líneas para reunirnos con él. Cuando la guerra se acabó nos mudamos al norte, de donde procedía mi madre, y allí alcancé la edad adulta, la mediana edad y, por último, la prosperidad de un sólido yanqui.5 Ni mi padre ni yo supimos nunca qué contenían ese sobre hereditario y, dado que yo me sumergí en la monotonía de la vida comercial de Massachusetts, perdí el interés en los misterios que se escondían en las raíces de mi árbol genealógico. De haber sospechado cuál era su naturaleza ¡cuán gustosamente hubiera abandonado Exham priory a sus musgos, murciélagos y telarañas! 

          Mi padre murió en 1904, sin un mensaje que legarme a mí o a mi único hijo, Alfred, un niño de diez años, huérfano de madre. Fue este chico quien trastocó el flujo de información familiar, pues, mientras yo sólo podía darle bromistas conjeturas sobre su pasado, él me escribió contándome de algunas leyendas ancestrales sumamente interesantes que recogió cuando la última guerra le llevó como aviador a Inglaterra, en 1917. 6 Aparentemente, los Delapore gozaban de una colorida y quizá siniestra historia: un amigo de mi hijo, el capitán Edward Norrys de los Royal Flying Corps,7 vivía cerca del solar de mi familia, en Anchester y le comento a mi hijo acerca de algunas supersticiones de campesinos que sólo unos pocos novelistas podrían igualar en extravagancia e inverosimilitud. Norrys mismo, desde luego no se las tomaba en serio; pero divirtieron a mi hijo y le suministraron un buen material para las cartas que enviaba. Fue esta tradición la que definitivamente me llevó a fijar la atención de mi herencia transatlántica y me decidió a comprar y restaurar el solar familiar que Norrys le describió a Alfred en su pintoresco abandono, antes de ofrecérselo por una cifra sorprendentemente razonable, pues su tío era el propietario. 

          Compré Exham Priory en 1918, pero casi inmediatamente vi impedidos mis planes de restaurarla por el regreso de mi hijo, que se había convertido en un inválido mutilado. Durante los dos años que aún vivió sólo pensé en su cuidado, incluso llegué a poner mis negocios en manos de mis socios. En 1921, encontrándome afligido y desanimado, siendo un industrial retirado, ya no joven, decidí consumir los años que me quedaban en mi nueva propiedad. Visité Anchester en diciembre y fui recibido por el capitán Norrys, un joven rollizo y amistoso que apreciaba a mi hijo y que me aseguró su ayuda para conseguir plano y datos que guiasen la restauración. Sin gran emoción visité Exham Priory, un revoltijo de tambaleantes ruinas medievales, cubiertas de líquenes y cribadas de nidos de grajos, colgando peligrosamente al borde de un precipicio privado de plantas y otras obras interiores, a excepción de los muros de piedra de las torres aisladas. 

          Poco a poco, según iba haciéndome a la idea del edificio tal y como había sido cuando lo abandonaron mis antepasados hacia tres siglos, comencé a contratar obreros para la reconstrucción. En cada caso me vi obligado a buscar en otros sitios, lejos del lugar más cercano, pues los habitantes de Anchester sentían un miedo casi increíble y odiaban el lugar. Este sentimiento resultaba tan grande que a veces se contagiaba a los trabajadores foráneos, provocando numerosas deserciones, además, este miedo parecía incluír tanto al priorato como a la antigua familia que había albergado. 

           Mi hijo me había contado cómo, por ser un De la Poer, los habitantes de la zona le rehuían durante sus visitas, y yo me vi soterradamente relegado hasta que logré convencer a los campesinos de cuán poco sabía de mi herencia. Pero aun entonces sentía un hosco disgusto hacia mi, por lo que sólo pude conocer la mayoría de tradiciones del pueblo gracias a la mediación de Norrys. Lo que la gente era incapaz de perdonar, tal vez, era que yo hubiera llegado para restaurar un símbolo tan horrendo: racionalmente o no, ellos veía a Exham Priory como un cubil de diablos y hombres lobo. 

    Reuniendo los cuentos que Norrys recogía para mí, y complementándolos con los infores de algunos sabios que habían estudiado las ruinas, deduje que Exham Priory se alzaba sobre algún templo prehistórico: un establecimiento druídico, o quizás anterior, que tal vez era contemporáneo de Stonehenge. El hecho de que allí realizaran indescriptibles ritos era algo que pocos ponían en tela de juicio, y existían inquietantes cuentos sobre el culto de Cibeles8 que fue introducido por los romanos. Las inscripciones aúm visibles en el sótano ostentaban letras inconfundibles: "DIV...OPS...MAGNA...MAT...", todas ellas eran signos de la Magna Mater9 cuyo oscuro culto fue prohibido en vano a los ciudadanoso romanos. Anchester había sido el campamento de la Tercera Legión Augusta, 10 tal y como atestiguaban numerosos restos, y que el templo de Cibiles era espléndido, lleno de fieles que ejecutaban innominadas ceremonias a las órdenes de un sacerdote frigio.11 Las historias añadían que la caida de la vieja religión no terminó con las orgías del templo, pues los sacerdotes vivieron bajo la nueva fe sin cambiar sus creencias. Asimismo, se contaba que los ritos  no desaparecieron a lo que quedaba del templo aportándole una característica especial, luego preservada, convirtiéndole el centro de un culto teminod en tiempos de la heptarquía.12 Una crónica del año 1000 d. C. menciona el sitio refiriéndose a él como un priorato construido de piedra, donde vivían una peculiar aunque poderosa orden monástica que no necesitaba grandes murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Los daneses nunca llegaron a destruirlo, aunque seguramente su suerte debió desvanecerse luego de la conquista normanda, ya que no hubo impedimento alguno para que en 1261. Enrique III entregara la propiedad a mi antepasado Gilbert De la Poer, primer barón de Exham. De mi familia, en especial, no conseguí testimonios adversos, pero algo extraño debió ocurrir por entonces.

           Otra crónica, esta vez de 1307, habla de un De la Poer al que califica de «renegado de Dios». Por su parte, las leyendas populares denotan un miedo pánico a decir cualquier cosa sobre el castillo que se erigió sobre el templo y el priorato. Los cuentos que circulaban sobre el lugar eran especialmente espeluznantes, terror que enfatizaban con la reticencia y evasivas que ostentaban. En ellos, mis antepasados aparecen como una estirpe de demonios frente a los cuales un Gilles de Retz o un Sade no eran más que aprendices. También se les atribuía responsabilidad en la desaparición de aldeanos y esto durante varias generaciones.

        Según esta tradición, los peores fueron los barones y sus directos herederos. La mayor parte de las historias se referían a ellos. Si un descendiente mostraba inclinaciones más benévolas seguramente fallecía a edad tierna y de modo misterioso para dejar sitio a otro descendiente que hiciera más honor al apellido. Los De la Poer profesaban, al parecer, un culto propio oficiado por el cabeza de familia y ocasionalmente reservado a unos pocos miembros de la familia. En dicho culto participaban también quienes ingresaban al núcleo familiar por la vía del matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, la mujer de Godfrey, segundo de los hijos del quinto barón, terminó siendo una de las brujas más famosas entre los niños de todo el país y la diabólica heroína de un viejo y macabro romance aún en circulación cerca de la frontera galesa. También había ingresado a esa literatura popular la historia de Lady Mary De la Poer, quien a poco de casarse con el barón de Shrewsfield, fue asesinada por éste y su madre; poco después los asesinos fueron absueltos y bendecidos por el sacerdote al que confesaron todo lo que no se atrevían a decir en público.

         Esas leyendas y romances, propios de la más ramplona superstición, me desagradaban profundamente. La persistencia en adherirse a generaciones y generaciones de mis antepasados me parecía especialmente irritante. Porque si bien las acusaciones de costumbres monstruosas eran constantes, el único escándalo conocido entre mis antepasados más inmediatos era el de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, quien se había ido a vivir con los negros haciéndose oficiante de un rito vudú tras su regreso de la guerra de México.

          Muchísimo menos me interesaban las historias sobre alaridos y aullidos en el valle solitario y siempre barrido por el viento, que comenzaba a extenderse al pie del precipicio de piedra caliza. Tampoco las que se entretenían en referir los fétidos olores que despedían las tumbas luego de las lluvias de la primavera, o el ululante objeto blanco que el caballo de Sir John Clave había pisado una noche o sobre el criado que había perdido el juicio como consecuencia de algo indefinible que había visto a plena luz en el priorato. Todo ello no eran más que rezagos de historias fantásticas de esas que prenden tanto en el vulgo, y por entonces yo era un escéptico de una sola pieza. No descartaba del todo los relatos sobre aldeanos desaparecidos, pero no me resultaban especialmente significativos en el contexto de las prácticas medievales.

          Ciertas historias resultaban muy pintorescas y lamenté no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Circulaba, por ejemplo, la creencia que una legión de diablos con alas de vampiro se congregaba todas las noches en el priorato para concelebrar sus aquelarres; se alimentaban con verduras, lo que explicaba la desmesurada abundancia de hortalizas ordinarias que se cultivaban en los enormes huertos. La más impactante de todas las historias en boga era la referida a la dramática epopeya de las ratas —un arrasador ejército de obscenas alimañas que había brotado de las entrañas del castillo, tres meses después de la tragedia que lo llevó al abandono—, un alud de repugnantes y voraces bestezuelas que había barrido con todo a su paso, aves, gatos, perros, conejos, cerdos y hasta dos desdichados pobladores. La plaga de roedores, por su parte, es la fuente de la que deriva un ciclo independiente de mitos, puesto que las ratas irrumpieron en las casas del pueblo suscitando infinitos acontecimientos diversamente espeluznantes.

          Todas las historias volaban sobre mí cuando emprendí, con la tozudez característica de un anciano, las tareas de restauración de mi solar ancestral. Pese a todo, no debe creerse de ningún modo que ellas constituían la atmósfera psicológica en la que me movía. Asimismo, debo hacer constar que contaba con el apoyo incesante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y ayudaban en la reconstrucción. Dos años después de iniciada, la obra llegó a su término y estuve en condiciones de observar el conjunto de amplias habitaciones, muros reconstruidos, techos abovedados, anchas escaleras; el orgullo que experimentaba compensaba sobradamente los cuantiosos gastos que consumió la reparación.

          Todos los detalles medievales habían sido eficientemente reproducidos y las partes nuevas no se distinguían de los muros y cimientos originales. El lar de mis antepasados se hallaba nuevamente en pie y sólo me restaba ahora redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Viviría allí hasta el fin de mis días y demostraría a todos que un De la Poer — había recuperado la grafía original del apellido— no es en absoluto un ser diabólico. El ideal del confort aumentó, si cabe, por el hecho que Exham Priory, pese a estar construido sobre cánones medievales, era totalmente nuevo, lo que lo ponía salvo de viejos fantasmas y de alimañas nuevas.

          Como ya lo dije, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me asistían siete criados y nueve gatos, animal por el que siento una especial predilección. El más viejo de ellos, NiggerMan, tenía ya siete años y llegó conmigo desde Bolton, Massachusetts. El resto de los gatos los había ido consiguiendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys.

          Pasaron cinco días en medio de una rutina signada por la mayor calma; yo me dedicaba a la clasificación de antiguos documentos familiares. Contaba ya con unas cuantas descripciones detalladas de la tragedia final y la huida de Walter De la Poer, asuntos que, suponía, eran los temas centrales del legajo hereditario que se había perdido en el incendio de Carfax. Por lo que surgía de aquellas descripciones, a mi antepasado se le había acusado, con pruebas irrefutables, de haber dado muerte a todos los moradores de la casa —excepto cuatro criados que habían actuado como cómplices— mientras dormían. La masacre había ocurrido dos semanas después de un descubrimiento que lo llevaría a cambiar totalmente, aunque este descubrimiento sólo debió haberlo confiado a sus cómplices, quienes luego del episodio se habían esfumado para escapar a la justicia.

          En total murieron degollados un padre, tres hermanos y dos hermanas. Curiosamente, la ordalía de sangre contó con el consenso de los aldeanos y la negligencia de la justicia hasta el punto que el instigador pudo huir a Virginia, en medio de todos los honores, sin disfrazarse y sin contratiempos. La sensación general fue que finalmente se había liberado a aquellas tierras de una maldición inmemorial. Ignoro completamente cuál pudo haber sido el descubrimiento que empujó a mi antepasado a esa decisión tan terrible. Walter De la Poer tenía que conocer desde siempre las macabras historias que sobre la familia circulaban, razón por la cual creo que no radicaban en ellas los móviles de la acción. ¿Acaso habría presenciado alguno de los ritos ancestrales y espeluznantes o tal vez se habría encontrado con algún símbolo revelador? Tenía reputación de ser un joven tímido y de muy buenos modales. En Virginia se le conoció como alguien de carácter atormentado y temeroso. El diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, dice que era una persona de un estricto sentido de la justicia, del honor y de la discreción.

          El 22 de julio ocurrió el primer incidente, al que en el momento apenas se le prestó atención, pero que hoy recobra el carácter premonitorio de todo lo que vendría después. Fue tan insignificante que casi no se le dio importancia. Debemos recordar que puesto que el edificio era nuevo prácticamente en su totalidad, excepto los muros, y como estaba atendido por una eficiente servidumbre habría sido absurdo experimentar aprensión alguna ante las historias que circulaban.

          Esto es casi todo lo que puedo recordar del episodio del 22 de julio: el viejo gato negro, a quien tan bien conozco, estaba perceptiblemente nervioso y al acecho, estado que no condecía con su humor habitual. Se paseaba por las habitaciones y olfateaba constantemente los muros. Advierto perfectamente lo trivial que puede parecer este dato —me recuerda al perro de la historia de fantasmas que con sus gruñidos anuncia al amo «algo» hasta que finalmente se descubre la figura envuelta en sábanas—, pero en este caso tiene su importancia.

          Al día siguiente, uno de los criados se acercó para anunciarme el estado de inquietud que reinaba en los gatos de la casa. Yo estaba en el estudio, una habitación del segundo piso, de techos altos y orientada al oeste, tenía una triple ventana gótica que daba al precipicio y desde donde se contemplaba el desolado valle. Mientras escuchaba al criado, advertí cómo Nigger-Man se movía a un lado y otro del muro, y arañaba el nuevo revoque que cubría a la antigua piedra.              Conjeturé con el criado que debía tratarse de algún olor o emanación de la antigua mampostería, no perceptible para el olfato humano. En verdad, eso es lo que creía. El criado aventuró la hipótesis de la presencia de ratas, pero yo la rebatí puesto que en aquel sitio no se las había visto al menos durante trescientos años y, en lo referente a los ratones de campo, difícilmente habrían podido trepar hasta tan altos muros y, además, tampoco nunca se los había visto merodear por allí. El capitán Norrys, a quien consulté aquella misma tarde, coincidió conmigo en que era francamente increíble que de pronto los ratones de campo invadieran masivamente el priorato.

           Así tranquilizado, aquella noche liberé al criado de sus tareas de asistencia a mi persona, y me retiré al dormitorio de la torre que daba al oeste. Se llegaba a ella desde el estudio por una escalinata de piedra y luego de atravesar una pequeña galería, la escalera —parte vieja y parte nueva— y la galería completamente restaurada. La habitación era circular, de techo alto, sin revestimiento; en las paredes colgaban algunos tapices que había comprado en Londres.

          Me aseguré que Nigger-Man estuviese conmigo, cerré la puerta y me acosté a la luz de unas lamparillas eléctricas que se parecían mucho a bujías. Poco después apagué la luz y me hundí en la mullida cama, sintiendo el peso del gato a mis pies. No cerré las cortinas; así pude mantener la mirada perdida en la angosta ventana que daba al norte. Un preanuncio del amanecer se dibujaba en el cielo.

          Poco después debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo perfectamente salir de profundos y gratos sueños cuando el gato dio un súbito respingo. Pude verlo recortado contra la evanescente luz de la aurora que se dibujaba en la ventana. Mantenía la cabeza tensa, las patas hundidas en mis tobillos. Tenía los ojos clavados en un punto de la pared ubicado al oeste de la ventana, sitio en el que mi vista no encontraba nada digno de referir, pero donde se habían concentrado mis cinco sentidos.

          Tras unos momentos descubrí el motivo de la excitación de Nigger-Man. No sabría decir si los tapices se movieron o no, aunque en ese momento me pareció que sí. En cambio, no tengo dudas que tras los tapices se oyó un ruido, tenue pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. En ese preciso instante el gato se arrojó literalmente sobre el tapiz de colores llamativos haciéndolo caer y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, reparado en varios sectores por los restauradores; de roedores, ningún rastro.

          Nigger-Man olisqueó escrupulosamente el muro, desgarró el tapiz caído e incluso intentó introducir sus garras entre la pared y el zócalo. No encontró nada, por lo que luego de un rato volvió muy fatigado a su posición inicial, a mis pies. Yo no me había movido de la cama, pero no pude volver a dormir en el resto de la noche.

          Al día siguiente pregunté a la servidumbre si había notado algo anormal durante la noche; nadie había advertido nada, excepto la cocinera, quien recordaba el extraño comportamiento de un gato que estaba tendido en el alféizar de la ventana. A cierta hora el gato se había puesto a maullar, despertando a la cocinera justo para verlo lanzarse desesperado escaleras abajo. Tras una ligera modorra a continuación del almuerzo, fui a visitar al capitán Norrys, quien se interesó especialmente en mi relato de lo ocurrido la noche anterior. Los extraños sucesos —a la vez tan curiosos— apelaban a su sentido de lo pintoresco y, en consecuencia, le traían a la memoria infinidad de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos explicar racionalmente la presencia de ratas y lo único a que atinó Norrys fue a facilitarme unas trampas y veneno que, una vez en casa, ordené a los criados colocaran en lugares estratégicos.

          Pronto me fui a la cama pues estaba con mucho sueño. Sin embargo, mientras dormía tuve horribles pesadillas. En ellas me despeñaba rodando vertiginosamente desde una gran altura a una gruta tenuemente iluminada, cuyo piso estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol.

          En la gruta había una suerte de diablo porquerizo de barba canosa que arreaba con su bastón un rebaño de bestias flácidas y con forma de hongo, cuya presencia me produjo una frenética repugnancia. El porquerizo se detenía un instante a divisar su rebaño; en ese momento un indescriptible enjambre de ratas llovía del cielo sobre el pestilente abismo y devoraban a las bestias y al hombre. En medio de tan aterradora pesadilla, me desperté súbitamente a causa de bruscos movimientos de Nigger-Man, que hasta un instante antes dormía tendido mis pies. Esta vez no fue necesario inquirir por el origen de sus bufidos y resoplidos ni del miedo que instintivamente le llevaba a hundir sus garras en mis tobillos; las paredes de la habitación exhalaban un repugnante ruido, el producido por enormes ratas, seguramente famélicas, al desplazarse.

         Encendí la luz y pude ver el tapiz —que había sido reemplazado— en medio de una espantosa sacudida que producía en los ya de por sí originales dibujos una especie de tétrica danza de la muerte. La agitación del tapiz fue fugaz, así como los ruidos. Salté de la cama, examiné el tapiz con el largo mango del calentador de cama. Con el improvisado instrumento lo levanté y miré qué había debajo. Nuevamente sólo se veía el reparado muro de piedra. Para entonces el gato se había tranquilizado. Al inspeccionar la trampa circular que había puesto en la habitación, comprobé que todos los orificios estaban forzados, aunque no había rastro alguno de ratas.

         Por supuesto que ni se me ocurrió volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta, salí a la galería que terminaba en la escalinata de piedra que llevaba a mi estudio. Nigger-Man no se separaba de mis talones. Sin embargo, antes de llegar a la escalera, el gato salió disparado hacia adelante y desapareció de mi vista. Mientras bajaba por la escalera, me llegaron unos sonidos producidos en la gran habitación que quedaba debajo, sonidos inconfundibles.

         Los muros revestidos de artesonado roble hervían de ratas que correteaban en medio de un gran frenesí; Nigger-Man corría de un lado al otro, con la desesperación del cazador que se siente burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero esta vez ésa no fue razón para que cesara el ruido. Las ratas seguían activas en medio de tal baraúnda que llegué a distinguir con precisión el sentido de su desplazamiento. Las bestias, al parecer en cantidad infinita, iban en una impresionante migración desde una impredecible altura hacia una profundidad abismal.

         Escuché ruido de pasos humanos en el corredor y poco después dos criados abrían la sólida puerta. Rastrearon toda la casa buscando el origen de aquella conmoción que echó a maullar a todos los gatos de la casa, mientras se abalanzaban sobre la cerrada puerta del sótano. Pregunté a los criados si habían visto a las ratas. Me respondieron que nadie las había visto. Junto con ellos, bajé hasta la puerta del sótano, de donde ya se habían dispersado los gatos. Tomé la decisión de explorar la cripta que había debajo, pero por el momento me limité a revisar las trampas. Todas habían saltado, pero no tenían ninguna rata. Satisfecho que sólo los gatos y yo hubiésemos oído a las ratas, me quedé en mi estudio hasta que llegó el día, pensando denodadamente sobre la causa de todo aquello y recordando todas las leyendas que había recopilado para extraer las referencias que hacían al edificio.

          Durante la mañana conseguí dormir un rato, reclinado sobre el único sillón confortable de la habitación. Cuando desperté, llamé por teléfono al capitán Norrys, quien poco después se hizo presente y me acompañó a explorar el sótano.            No encontramos absolutamente nada, aunque sí averiguamos, no sin un estremecimiento, que la cripta había sido construida durante el tiempo de los romanos. Los arcos bajos y los sólidos pilares eran de estilo romano, no de ese degradado estilo de los sajones, sino del severo y armónico clasicismo del tiempo de los césares. En las paredes volvían a aparecer inscripciones familiares a los arqueólogos que habían trabajado en el lugar; se leía: «P.GETAE, PROP... TEMP... DONA...» o «L.PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...» y otras cosas más.

          La referencia a Atys me perturbó, porque había leído a Cátulo, quien habla de los espeluznantes ritos que se ofrendaban al dios oriental, ritos que casi se confundían con los debidos a Cibeles. A la luz de unas linternas, Norrys y yo tratamos de descifrar los extraños y descoloridos dibujos trazados sobre unos bloques de piedra irregularmente rectangulares, seguramente altares. Nos vino a la memoria que uno de aquellos dibujos, una suerte de sol que proyectaba rayos en todas direcciones, sirvió a los arqueólogos para demostrar su origen no romano, sino de un tiempo muy anterior. Sobre uno de los bloques se veían unas manchas marrones muy significativas. El más grande de todos, que se encontraba en medio de la estancia, tenía en su cara superior ciertos rastros que indicaban el paso del fuego: seguramente sobre él se hacían ofrendas incineradas.

         En lo esencial eso era todo lo que se veía en la cripta, frente a cuya puerta los gatos se habían concentrado a maullar desesperadamente. Norrys y yo decidimos pasar la noche en aquel lugar. Ordené a los criados que bajaran dos divanes, les advertí que no se preocuparan por la conducta que los gatos pudiesen mostrar durante la noche y admití a Nigger-Man como acompañante y ayudante. Nos pareció del caso cerrar herméticamente la gran puerta de roble.

         La cripta estaba situada por debajo de los cimientos del priorato, en la cara del precipicio que dominaba el inhóspito valle. Tenía la certeza que hacia allí se habían desplazado las ratas. En medio de la expectante vigilia, se apoderaban de mí sueños no del todo formados, de los que me rescataban los intranquilos movimientos del gato que, como siempre, estaba a mis pies.

         Los sueños eran tan espeluznantes como los de la noche anterior. Otra vez aparecía la siniestra gruta, el porquero con sus inmundas bestias hozando en el estiércol. Podía ver con más precisión la fisonomía de éstas, me acercaba a ellas cada vez más hasta que desperté profiriendo un alarido que hizo dar un violento salto a Nigger-Man, en tanto que el capitán Norrys, que no había pegado ojo, se echaba a reír a carcajadas. Más se habría reído de haber conocido el motivo del alarido. Pero ni yo mismo lo recordé de inmediato; el horror absoluto tiene la facultad de disolver la memoria.

         Poco después comenzó a manifestarse el extraño fenómeno. El capitán Norrys me sacudió levemente, instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Vaya si se escuchaba! Al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, se oía un pandemónium de gatos aullando y arañando la madera. Por su parte, Nigger-Man corría frenéticamente a lo largo de los muros de piedra, en cuyo interior se sentía la misma baraúnda de ratas de la noche anterior.

        Me ganó una sensación de terror, pues todo aquello no podía explicarse racionalmente. A menos que fuesen producto de un delirio que yo compartía con los gatos, aquellas ratas debían escabullirse a una madriguera emplazada en medio de los muros romanos que hasta donde yo sabía estaban hechos de sólidos bloques de roca caliza. Llegué a imaginar que al cabo de diecisiete siglos, el agua tal vez habría excavado túneles que luego los animales se encargarían de ensanchar y conectar entre sí. Pese a estos intentos de explicación, el horror me paralizaba porque suponiendo que fuesen alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía el repugnante alboroto? ¿Por qué sólo me pidió que observara a Nigger-Man y que escuchara los maullidos de los gatos de afuera?

         Cuando estuve en condiciones de confiarle, lo más racionalmente posible, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último acorde del escalofriante barullo. Ahora el ruido parecía apagarse, se oía aún más abajo, mucho más abajo del sótano, hasta el extremo que todo el precipicio parecía acribillado por ajetreadas ratas. Norrys no estaba tan escéptico como yo había supuesto; parecía profundamente agitado. Mediante señas me comunicó que había cesado el alboroto de los gatos, otra vez cazadores defraudados. Mientras tanto, Nigger-Man era invadido nuevamente por el desasosiego y se ponía a escarbar tenazmente en la base del gran altar de piedra.

        En ese momento mi terror llegaba al paroxismo. El capitán Norrys, hombre mucho más joven y fornido, y presumiblemente bastante más pragmático que yo, también se veía inquieto, tal vez porque conocía muy bien las leyendas locales. Ambos nos limitábamos a observar como NiggerMan hundía sus garras, cada vez con menos entusiasmo, en la base del altar; de tanto en tanto alzaba la cabeza, me miraba y maullaba.

        Norrys acercó una linterna al altar para examinar de cerca el sitio donde el gato excavaba. Se arrodilló y arrancó unos líquenes que seguramente estaban allí desde hacía siglos. Pero, pese a mucho escarbar, no encontró nada singular y cuando volvía a levantarse, advertí algo trivial que, sin embargo, hizo que me estremeciera. Comuniqué el descubrimiento a Norrys y ambos nos pusimos a investigar el hallazgo casi imperceptible con el entusiasmo propio de quien se encuentra con una pista que confirma lo acertado de sus sospechas. Se trataba de lo siguiente: la llama de la linterna que reposaba sobre el altar se movía, tenue pero perceptiblemente, por acción de una corriente de aire que sin duda había comenzado a soplar por la ranura que había entre el suelo y el altar, precisamente en el sitio donde Norrys había estado desbrozando los líquenes.

        Concluimos la noche en el estudio, discutiendo los próximos pasos que debíamos emprender. El descubrimiento de aquella cripta, que había pasado inadvertida a los especialistas que durante siglos se dedicaron a explorar el edificio, nos produjo una considerable excitación. Por cierto que éramos profanos en todo lo que se relacionara con lo siniestro, circunstancia que nos colocaba ante un dilema: abandonar cualquier acción ulterior —y el propio priorato— en nombre de una precaución supersticiosa o alimentar nuestro sentido de la aventura y el riesgo, fuesen cuales fueren los horrores que nos depararan aquellos insondables abismos.

        De mañana llegamos a un acuerdo. Buscaríamos en Londres científicos y arqueólogos capacitados para desentrañar aquel misterio. Debe decirse también que antes de dejar el sótano hicimos vanos e ingentes esfuerzos por mover la gran piedra del altar central, portada de acceso, como ahora lo reconocíamos, a abismos de indescriptible terror. A hombres más sabios y más capacitados que nosotros les correspondería develarlos.

        Permanecimos un largo tiempo en Londres, durante el que dimos a conocer nuestras experiencias, conjeturas y las legendarias anécdotas a cinco calificadas autoridades científicas, personas que además sabrían tratar con la debida discreción cualquier aspecto delicado del pasado familiar que pudieran revelar las investigaciones. La mayor parte de ellos mostraron gran interés por el asunto. No me parece del caso dar el nombre de todos ellos, pero sí puedo decir que entre ellos se encontraba Sir William Brinton, cuyos trabajos en el Troad, en su momento concitaron la atención de todo el mundo. Durante el viaje en tren con ellos rumbo a Anchester se apoderó de mí algo así como un desasosiego, como si estuviera en la víspera de atroces revelaciones. Desazón también se advertía en el rostro de muchos de los norteamericanos que vivían en Londres, por la inesperada muerte de su presidente, ocurrida del otro lado del océano.

        En la tarde del 7 de agosto llegamos a Exham Priory. Los criados me informaron que durante mi ausencia no había ocurrido nada digno de curiosidad. Todos los gatos se habían mostrado tranquilos y ninguna trampa daba muestras de haber sido tocada. Las investigaciones tendrían comienzo al día siguiente. Por el momento me dediqué a asignar a mis huéspedes habitaciones provistas de todo lo necesario para hacer confortable su estadía.

        De noche me fui a mi habitación de la torre, acompañado del siempre fiel Nigger-Man. Pronto me dormí y fui asaltado, otra vez, por espantosos sueños. Una de las pesadillas me colocaba en una fiesta romana del tipo de la Trimalción, donde debía presenciar una repugnante monstruosidad sobre una fuente cubierta. Nuevamente volvió, recurrente, la pesadilla del porquero y su hediondo rebaño en la gruta tenebrosa. Cuando desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oía ningún ruido. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado; lo mismo le había pasado a Nigger-Man, que dormía plácidamente a mis pies. Ya abajo, comprobé que en el resto de la casa reinaba la más absoluta tranquilidad. Según la hipótesis de uno de los científicos que me acompañaban, alguien de apellido Thornton, especialista en fenómenos psíquicos, ello era debido a que en ese momento se me develaba lo que determinadas fuerzas desconocidas deseaban que viese, hipótesis que, a decir verdad, me pareció un absurdo.

        Todo estaba listo, así que a eso de las once, los siete hombres que formábamos el grupo, cargando focos eléctricos y herramientas para excavación, bajamos al sótano y cerramos con llave la puerta tras nosotros. También nos acompañaba Nigger-Man, ya que los investigadores consideraron útil aprovechar su aguzada percepción para el caso que se produjeran difusas manifestaciones de presencia de roedores. Poca atención prestamos a las inscripciones y a los dibujos del altar; tres de los científicos ya los habían visto y los demás estaban al tanto de sus características. En cambio, el altar central concentró todos los esfuerzos; luego de una hora de duro trabajo, Sir William Brinton había conseguido desplazarlo hacia atrás empleando una especie de palanca totalmente desconocida para mí.

       De este modo se desplegó ante nuestra vista un espectáculo inaudito, frente al que no habríamos sabido cómo reaccionar si no hubiésemos estado prevenidos. A través de un agujero casi cuadrado abierto sobre el enlosado suelo y desparramados en un tramo de escalera tan desgastado que parecía casi una superficie plana, con una leve inclinación en el centro, podía verse un espantoso amasijo de huesos humanos o, por lo menos, semihumanos. Los esqueletos, que conservaban la última posición vital, revelaban gestos de pánico y todos habían sido mondados por los roedores. Ningún rasgo de aquellos cráneos permitía suponer que pertenecieran a seres con alto grado de idiocia o cretinismo y, mucho menos, a antropoides prehistóricos. Sobre los escalones atiborrados de esos restos se abría, en forma de arco, un pasadizo descendente, al parecer excavado en la roca viva, por el cual circulaba una corriente de aire. Ésta no era una bocanada impregnada de hediondez, propia de una cripta cerrada sino una muy agradable brisa fresca. Luego de un momento de vacilación, en medio de escalofríos nos dispusimos a abrirnos paso escaleras abajo. Tras examinar escrupulosamente los labrados muros, Sir William nos comunicó la sorprendente observación que el pasadizo, a juzgar por las huellas de los golpes, debía haber sido trabajado desde abajo.

        Ha llegado el momento en que debo pensar detenidamente lo que digo y elegir muy cuidadosamente las palabras.              Después de avanzar un trecho en medio de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros. No era una fosforescencia ni nada así, sino la luz solar filtrada cuyo único origen posible debía ser el de ignoradas fisuras abiertas sobre la ladera del precipicio. Por cierto que no resultaba extraño que desde el exterior nunca se hubieran advertido esas hendiduras, ya que además que el valle siempre estuvo totalmente despoblado, la altura y lo escarpado del precipicio eran tales que habría sido necesario un aeronauta para estudiar la pared en detalle.

        Caminamos unos pasos más y el espectáculo que se presentó ante nuestra vista nos dejó literalmente sin aliento. Tan literalmente que Thornton, el especialista en fenómenos psíquicos, se desplomó desvanecido en brazos del azorado expedicionario que iba tras él. Norrys, lívido e inerte, lanzó un grito inarticulado y en lo que a mí respecta, creo que emití un resuello o ronquido y me tapé los ojos. El hombre que marchaba a mis espaldas —el único que tenía más edad que yo— pronunció el trillado: «¡Dios mío!» con una voz quebrada que aún recuerdo. De toda la expedición, sólo Sir William Brinton conservó la sangre fría, mérito que debe reconocérsele, especialmente si se repara que al encabezar el grupo debió ser el primero en verlo todo.

        Estábamos ante una gruta iluminada por una mortecina luz que venía muy desde lo alto y cuya prolongación escapaba a nuestro campo visual. Era un universo subterráneo de insondable misterio y oscuras premoniciones. Podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos — con mirada aún enturbiada por el pánico divisé un singular túmulo, un impresionante círculo de monolitos, ruinas romanas de bóveda baja, los restos de una pira fúnebre sajona y hasta una primitiva construcción inglesa de madera—, pero todo esto era trivial ante el abominable espectáculo que se extendía hasta donde la vista podía llegar: una demencial maraña de huesos humanos, o de aspecto humano, igual a los que habíamos visto antes. Como si fuera un espumante mar, los huesos cubrían todo. Unos estaban sueltos, otros aún permanecían articulados en esqueletos que denotaban posturas de diabólico frenesí, de repeler ataques o de consumar intenciones caníbales.

         El doctor Trask, el antropólogo del grupo, intentó identificar los cráneos, pero se encontró con una degradada mezcolanza que le causó gran perplejidad. La mayoría de ellos pertenecían a seres muy anteriores al hombre de Piltdown, aunque de todos modos estaba fuera de toda discusión su origen humano. Muchos eran de grado superior y sólo algunos podían atribuirse a seres con cerebro y sentidos plenamente desarrollados. Prácticamente no había hueso que no estuviese roído, en especial por las ratas, pero también por otros seres de aquel aquelarre infernal. Entre ellos también se veían huesecillos de ratas.

         No creo que ninguno de nosotros conservase intacta su lucidez durante aquel día abrumado por horribles descubrimientos. Hoffmann ni Hyusmans jamás habrían podido imaginar escenas más increíbles, más pesadillescamente repulsivas, más atrozmente góticas que las que ofrecía aquella tenebrosa gruta por la que avanzábamos como sonámbulos. Las revelaciones se sucedían una tras otra y creo que todos tratábamos de bloquear los pensamientos que nos llevaran a explicar lo que podría haber sucedido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o hasta diez mil años antes. Estábamos en la antesala del infierno. El desdichado Thornton volvió a desvanecerse cuando Trask le comunicó que algunos de aquellos esqueletos debían descender directamente de cuadrúpedos.

          La interpretación de las ruinas arquitectónicas también nos condujo a una sucesión de horrores. Los seres cuadrúpedos debían haber vivido en cuevas de piedra de donde debieron escapar por hambre o miedo a los roedores. Las ratas se contaban por legiones y evidentemente se habían cebado con las verduras ordinarias, cuyos residuos aún podían encontrarse en el fondo de grandes recipientes de piedra. Entendía ahora por qué mis antepasados cultivaban aquellos huertos inmensos. ¡Ojalá pudiese olvidarlo todo! No fue preciso inquirir sobre el propósito de aquellas diabólicas huestes de roedores.

          Iluminando con su proyector la ruina romana, Sir William leyó en voz alta el más sorprendente ritual jamás conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que encontraron los sacerdotes de Cibeles y juntaron al suyo propio. Aunque acostumbrado a la vida de las trincheras, Norrys no podía caminar erguido al salir de la construcción inglesa.

          Por mi parte, me animé a entrar en lo que resultó ser la construcción sajona, cuya puerta de roble se encontraba en el suelo; encontré una hilera de celdas de piedra con barrotes carcomidos por el óxido. Tres estaban ocupadas por esqueletos pertenecientes a seres superiores y en el dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con nuestro escudo de armas. Sir William halló una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana; esta vez todas estaban desocupadas. Más abajo había otra cripta de techo bajo, cribada de nichos con huesos prolijamente alineados, en algunos de los cuales se leían terribles inscripciones geométricas en latín, griego y lengua frigia.

          A su vez, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos; en su interior había cráneos de poca capacidad, apenas más desarrollados que los de los gorilas, pero inscriptos con signos ideográficos indescifrables. Era notable la imperturbabilidad de mi gato ante aquellos espectáculos. Una vez lo descubrí subido a una pavorosa montaña de huesos y en su relampagueante mirada amarilla presentí secretos cuyo sentido se me escapaba.

          Luego de hacernos una ligera idea de las terribles revelaciones que escondía aquella parte de la tenebrosa caverna —lugar tan espantosamente presagiado en mi recurrente sueño—, volvimos al abismo

aparentemente sin fin, donde no se filtraba ni un solo rayo de luz. Ignoraremos para siempre

qué invisibles mundos estigios había más allá del muy pequeño trecho que recorrimos, pero

coincidimos en que un mayor conocimiento en absoluto redundaría en beneficio alguno para

la Humanidad. Pero aun en el escaso radio en que nos habíamos movido había suficientes

cosas para atraer nuestra atención; unos pasos más y la luz de los focos se posó sobre

infinitos pozos donde las ratas habían tenido un festín y cuyo agotamiento fue motivo para

que las huestes famélicas se arrojaran, en primera instancia, sobre los rebaños de seres

hambrientos de la gruta y luego escaparan en tropel del priorato para producir aquella

devastadora ordalía que los lugareños ya nunca olvidarían.

         Los pozos eran realmente inmundos, con sus huesos quebrados y abiertos cráneos.

¡Simas de rebosantes huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses! Algunos de ellos

estaban repletos y sería imposible aventurar alguna noción de profundidad. Otros tenían una profundidad mayor de la que podían entrever los focos y aun así se notaban abarrotados de cosas. Me pregunté que habría sido de las desventuradas ratas que cayeron en aquellos siniestros cepos en medio de la oscuridad de tan horrible Tártaro.

         De pronto mi pie resbaló hacia un horrendo foso, circunstancia que me inmovilizó de terror. Debí quedar paralizado un buen rato, porque excepto al capitán Norrys no conseguía ver a nadie del grupo. A continuación se oyó un ruido proveniente de la tenebrosa e infinita distancia que me parecía reconocer. También vi a mi viejo gato negro salir disparado, como si fuese un dios egipcio alado en pos de ignotos abismos de lo desconocido. El ruido no era tan lejano y rápidamente comprendí qué era: se trataba de una nueva estampida de las endiabladas ratas siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas cavernas del centro de la Tierra, donde Nyarlathotep, el enajenado dios carente de rostro, aúlla en la oscuridad secundado por dos flautistas amorfos.

         Mi linterna se apagó, pero ello no significó que detuviera mi carrera. Escuchaba voces, alaridos, ecos, pero dominándolo todo se oía el siniestro e inconfundible corretear, al principio tenuemente, luego con mayor vértigo, como un cadáver rígido e hinchado deslizándose tranquilamente por un río de grasa que se escurre bajo infinitos puentes de ónix hasta volcarse súbita e inconteniblemente en un negro y putrefacto mar.

         Sentí que algo flácido y redondo me rozaba. ¡Las ratas! El viscoso, gelatinoso y voraz ejército que se nutre de vivos y muertos!... ¿Por qué las ratas no iban a comer a un De la Poer si los De la Poer nada se privaban de comer?... Si hasta la guerra se había comido a mi propio hijo... ¡Al diablo con todo! Voraces lenguas de fuego yanquis habían devorado a Carfax, convirtiendo en cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, lo repito, no soy el porquero monstruoso de la gruta! ¡No era el rechoncho rostro de Norrys lo que había sobre aquel flácido ser en forma de hongo! Él seguía vivo, pero mi hijo había muerto... ¿Cómo pueden ser de un Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, puedo asegurarlo..., la serpiente manchada... ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mis ancestros! ¡Canalla! ¡Te enseñaré el gusto por la sangre! Magna Mater ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh'ad aoadaun... ¡Jagus bas dunach ort!... ¡Dhona’s dholas ort, agus leat-sa!... Ungl... ungl... rrlh... chchch...

         Según dicen, éstas son las cosas que yo musitaba cuando me encontraron en medio de las tinieblas, tres horas después. Me encontraba acuclillado sobre el cuerpo a medio devorar del capitán Norrys y Nigger-Man se abalanzaba sobre mí para clavar sus garras en mi garganta. Pero todo ha pasado ahora. Exham Priory se ha desvanecido en el aire, me han separado de mi viejo gato negro, me han confinado en esta enrejada habitación de Hanwell y sé que corren espantosos rumores acerca de mi mansión y de lo que en ella me ocurrió. Thornton está en una habitación cercana a la mía, pero no me permiten hablar con él. Cada vez que hablo del pobre Norrys, me acusan de haber hecho algo horrible; deberían saber que no fui yo. Deberían saber que fueron las ratas, las sigilosas y famélicas ratas, las que con su incesante ajetreo no me dejan conciliar el sueño, las diabólicas ratas que se pasan todo el tiempo correteando detrás de los acolchados muros de mi habitación y que me invitan a que las siga en la búsqueda de nuevos horrores que no pueden siquiera compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que nadie más que yo puede oír, las ratas, las ratas de las paredes.

Tomado del libro LOVECRAFT Relatos de terror/vol.II de la editorial Quarto de Hora Porrúa. 2012

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Notas.

1. Ca. 1566-1625

2. HPL se refiere a los sacerdotes de los antiguos galos y celtas, a los que se consideraba como depositarios del saber sagrado y profano. 

3. HP se refiere al pueblo germánico que, a finales del siglo II a.C., partió de la actual Dinamarca para invadir –junto con los teutones, los helvecios y los ambrones– el territorio de las Galias e Hispania. 

4. Probablemente, HPL se refiere a las batallas que durante la Guerra de Secesión estadounidense se realizaron del 25 de junio al 1ro de julio de 1862

5. HPL no utiliza esta palabra como sinónimo de estadounidense, sino como una suerte de gentilicio que designa a los estadounidenses que viven en los estados del norte y se enfrentaron a los sureños en la Guerra de Secesión. En este sentido, un "solido yanqui" no es un hacendado, sino un comerciante o un industrial. 

6. Obviamente, HPL se refiere a la Primer Guerra Mundial.

7. Nombre que recibió la fuerza aérea durante la Primera Guerra Mundial 

8.Diosa madre de la tierra. En 204 a.C. la piedra negra de Cibeles llegó a Roma, procedente del gran santuario de Pesinunte, y su culto se asimiló al de las diosas Rea y Démenter. Los sacerdotes de Cibeles se autoemasculaban. 

9. Nombre con el que los romanos designaban a Cibeles. 

10. Fue creado por César Augusto el año 43 a.C. Sus principales operaciones ocurrieron en el norte de África y sus insignias eran el pegaso y el carnero. 

11. Esta aseveración no es casual, el culto a Cibeles –muy probablemente– se desarrolló en Frigia y de ahí pasó a Grecia y Roma 

12. Periodo de la historia británica que se desarrollo entre 475 y 827 d.C. Su principal característica era la existencia de siete reinos –Kent, Susser, Wessex, Essex. Northumria, Estanglia y Mercia– que fueron fundados por los anglos, los sajones y los juntos que invadieron Gran Bretaña tras la salida de las legiones romanas.

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